El subastador Perejil

Perejil era un duende viejo.

Su barba era un césped blanco y dorado.

Sus ojos, dos, eran celestes.
Uno del color del cielo, uno del color del mar.

Y sus pelos, un transparente coral danzante.

Perejil era el único subastador del bosque, pero él no aceptaba dinero, sólo cobraba en fresas, que eran su adoración.

Llevaba 348 años haciéndolo.

Tenía muy buenas anécdotas.

Como la vez que le vendió al alce,
veinte potes de cera para lustrar cuernos,
y se los lustró tanto tanto, que deslumbró al sol,
y hubo dos días de noche.

O cuando le vendió a las hadas,
unas sábanas mágicas que revelaban verdades sublimes en sueños,
y durmiendo vieron que el silencio del agua,
era el sonido más puro y magnífico,
y luego le compraron equipos de buceo.

Y también, un día que les vendió a las luciérnagas,
filtros de muchos colores para sus luces
y armaron una fiesta a la que fue todo el bosque, incluso las estrellas,
que bajaron curiosas del cielo para ver tan hermoso espectáculo.
Y terminaron bailando con las luciérnagas,
haciendo el mejor show de fuegos no artificiales
que jamás se haya visto.

Pero hubo un día, que Perejil se cansó,
y decidió hacer su última venta,
y subastó su alma.

Fueron todas las criaturas del bosque,
todas de gran corazón, todas agradecidas con Perejil,
por tantos años de vender magia y travesuras.

Pero esta vez, nadie le compró.

Entre todos le regalaron una casita con techo de hongo,
construída en un árbol gigante de fresas, muy cerquita de las nubes,
llena de risas, llena de abrazos, y de colores,
para que pueda descansar feliz, en la eternidad.

Dicen que a veces, el viento sigue trayendo sus subastas,
pero convertidas en palabras de aliento,
para aquellos que creen perder su alma,
y se las regala sin costo alguno, ni siquiera una fresa.

La luna enamorada de ayer


colaboración con de lugano a la luna